sábado, 18 de octubre de 2014

Odiaba la sensación de reconocimiento. Cada mañana, y luego de tomar consciencia de su realidad, sabía que todo ocurría por algo. Sabía que sus ojos podían reconocerlo en cualquier vida, bajo cualquier máscara, bajo cualquier embrujo. Odiaba la sensación de que el destino ya estaba escrito, de que por más que luchara por escribir sobre él, los hilos invisiables de la deidad, seguían moviendose antojadizos.
Odiaba entender sus palabras lanzadas al viento, su grito de ayuda que no puedo asistir. Su vacio. Su soledad. Odiaba reconocer su cuerpo bajo cualquier disfraz, su mirada perdida, sus ojos que absorbian el alma. Odiaba luchar en vano por los siglos eternos, por el sentimiento de correspondencia, obedeciendo al mínimo gesto de humanidad. Sin saber cómo seguir, simplemente caminada, con lo mirada siempre alta, como presencia diafána en el mundo lleno de sombras.
Odiaba, por sobre todas las cosas, saber que siempre estaría ahí.

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